26 de diciembre de 2004.
Todos los telediarios y programas del mundo emiten un comunicado de última
hora: el sureste Asiático es azotado por un terremoto de 9.5 en la escala de Richter
(el segundo más grande hasta ahora conocido) creando un tsunami devastador a lo
largo de las costas del Océano Indico.
Todos los ojos del mundo se posan en ese rincón
geográfico. Las imágenes que llegan a nuestras pantallas son aterradoras: olas
gigantes que se tragan y destruyen todo lo que encuentran a su paso, gente que
tras haber sobrevivido a estas hace acopio de sus fuerzas para subir a un lugar
más alto, niños que lloran porque no encuentran a sus padres entre todo ese
caos…
El dolor se transmite a través de estas imágenes y llegan
a nosotros. El dolor rompe todas las barreras y llega a todos los rincones del
mundo, ya sea por empatía, por haberlo sufrido o por haber perdido en este
desastre a un ser querido en un instante.
Sin embargo, el dolor no es el único que rompe barreras.
De inmediato, el mundo entero se pone en marcha. Todos tienen algo que hacer;
toda contribución es grande. Lo único que se pretende ahora es devolver un
soplo de esperanza al país.
Y es la esperanza la que mueve tanto a chinos como a
estadounidenses, sudamericanos, suecos… Todos ellos unidos por un bien común.
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Nerea Aranda
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